Friday, July 28, 2006

Tres horas de arresto


Por esta foto. Tres horas. Caminaba por Santa Cruz. Era mi última mañana. Quería comprar algún recuerdo por la avenida Libertad, pero me equivoqué de calle. Y se fue la libertad. En un muro rosa veo un graffiti simpático contra la autonomía departamental. Saco mi cámara y la inmortalizo.
-Oiga, qué hace- Horror. Un policía se me acerca. La pared rosa resulta ser el muro de un banco.
-No puede tomar fotos sin autorización. A ver su pasaporte.- Segundo error. He salido de la casa sin nada. Tan sólo quería un recuerdo.
-Pues acompáñeme. Aquí Alfa7- El policía toma su radio- Aquí Alfa7- Y me hace entrar en el banco. Camino por el pasillo. Su superior me interroga. No tengo pasaporte, no me muevo. Alfa 7 sigue pegado a la radio. Viene el superior del superior. Me entra la risa, pero mejor no.
- Qué hacías, por qué, a qué te dedicas, el nombre, escríbelo- Todos son preguntas. Ahora se ríe el policía. Alfa 7 ha conseguido dar con otro mando. Viene a buscarme. "No se preocupe, vendrán los de Interpol. Le llevarán a comisaría y allí verificarán sus datos". Ciudadano clandestino.
Y en efecto. Aparece el gran mando, pero no viene solo. Con él caminan otros tres policías, pero vestidos de militares. Con cada paso giran las cabeza a los lados. Todo por una foto.
Se repiten las preguntas. Vuelvo a escribir mi nombre. Es absurdo.

Me montan en el auto con un policía militar a cada lado. Detrás en la parrilla de la camioneta otros dos militares armados. Delante un chofer sin cuello. De copiloto en capitán.
-¿Qué has hecho, robar el banco?- Por fin, hay uno que rompe el silencio. Es el militar de mi derecha. Con los labios pegados al cañón me dedica unas palabras.
-Sí, apunta de cámara. Le contesto. Ahora me pregunta por Bolivia. Qué me ha parecido. Sabe que soy periodista y quiere que le cuente. No hablamos mucho. Llegamos enseguida a "la central". Baja uno de ellos. Baja el otro. Me escoltan. Saco pecho. Parezco el destripador de cholas. Subo las escaleras y me sueltan en extranjería. Detrás de una puerta unos ocho policías pasan el tiempo. Todos se acercan al mostrador. Quieren ver la mercancía.
-Este extranjero fotografiaba el banco. No tiene documentación. Dice que es periodista. No sé cuál de las tres acusaciones es la más grave. Tal vez la última. Me río.
- Le hago gracia. Explíqueme el chiste- Y golpea la mesa con el puño. Me muerdo los papos, la lengua. La campanilla vibra.

Pasa una hora y ahí sigo. Al fondo de la sala. Escribiendo mi nombre y dando explicaciones. Les propongo ir a la casa en la que me hospedo a recoger el pasaporte. Aceptan. Toman sus pistolas y las introducen en riñones negras. Son dos policías. Van de paisano. Bajamos las escaleras del edificio. Me introducen en un jepp. Ahora más pequeño. Y a la casa. Por el camino no hay cruceña a la que no toquen el claxon. Es la auténtica pareja de policías.
Llegamos a la casa. El mayor se gira. Se pone serio. "No queremos sustos. Al mínimo movimiento, disparamos. Sabes que vamos armados. Hablo en serio. Hemos respetado tus derechos. Ahora entra enséñanos los documentos y volvemos". Trago saliva.
Y así fue. Introduzco la llave. Abro la puerta. Y doy un paso. Uno entra de lado. Mira y da otro paso. De película.

Todo en regla. Me hacen abrir la maleta. Remover la ropa. Todo en orden. Dos horas.
Volvemos a "la central". Fotocopian mis documentos y chau. "La seguridad es lo primero, no debes ir sin papeles, chaval". Ahora sí, ríen. Me devuelven la mochila. Me dan la mano. Y me desean feliz viaje. Les aprieto la mano. Y apunto sus nombres. Los don son Mamami. Basta de fotos por hoy. Decido volver a casa por otra avenida. La Libertad traiciona. Santa Cruz no defrauda, Bolivia tampoco.

(La seguridad del Cyber Café del Aeropuerto de Buenos Aires no me deja colgar la foto. El post no me lo puedo contener. Bolivia askatu. Nos vemos pronto. El domingo ya estaré por Bilbo)

Tuesday, July 25, 2006

seseo

Me he convertido en reptil. Ya no camino, me arrastro. Tomo las cuervas despacio. Primero la cabeza, después el cuerpo. Había programado cinco días tranquilos en Santa Cruz de la Sierra para retocar los temas, pero los parpados no me dejan. No sé cómo hará Zigor o el motorista Vespico. No lo sé. Mis ojos se abren y se cierran. Manda el segundero. Aprovecho para despedirme de mis compañeros de viaje, amigos. Desde el Chaco a Camargo todos se han portado. De este viaje me quedo con todos ellos. Chiquitanos o guarayos. Collas o cambas. Aimaras o quechuas. Lutxo o Willy. J.B. Con todos me quedo. Más allá de los paisajes, atardeceres y sabores. Me quedo con ellos. Repto. Paso los dedos por el teclado en busca de la letra. Mi cabeza aprovecha para ladear. Peligra la caída. A todos, mila esker. Ya tengo una gran escusa para volver.

olor de oscuridad

Julio Cesar Gutiérrez no sonríe, pese a estar de vacaciones y tener nombre de emperador. Lleva 5 horas trabajando en el Cerro Rico de Potosí a 3.000 metros de altura. Bajo tierra. Y a los 14 años son muchas horas de picar piedra, respirar cinc y esquivar explosiones.
Su padre tampoco sonríe. Lleva 30 años de maza y cincel, demasiados años para sonreír. El bolo de coca tampoco le deja espacio en la cara. Es el líder de una de las 57 cooperativas que trabajan en esta mina con más de cinco siglos de vida y de la que dependen 12.000 familias.
Son las 14.00 y comienza mi aventura en la mina. Cinco horas me bastan para que el olor se tatúa en mis manos, en mi ropa, en mi cara. El frío del altiplano pronto se convierte en un calor húmedo, como de sauna. La oscuridad lo tapa todo. Miedo.
Me cruzo ahora con el hermano de Julio Cesar, que sí sonríe. Sonrisa macabra. Enseña la mano. Se quita un guante marrón dedo por dedo. Le faltan dos falanges. Tiene 21 años y un hijo que alimentar. "La mina es nuestra única fábrica", señala Teodoro, el padre de estos dos monstruos. Son los primeros mineros con los que me cruzo en el primer sector, junto a los ríales en los que se quedaron los dedos de nuestro amigo. Si se vuelca la carretilla lena de mineral, cuado la empujan, nadie escapa. El que arrastra tiene las de perder. El que empuja escapa. Bajamos al segundo sector de los ochos hábiles. En tiempos de la colonia llegaba hasta el 21. El agua ha tapado el resto. Mejor, menos sufrimiento.
Allí en el segundo sector se respira todavía peor. A cuatro patas avanzo diez eternos minutos. La pared se reduce. Las paredes también. Todo es oscuridad. El olor es lo único que se hace visible y palpable.
Ricardo Quispe nos recibe en una bóveda. Nos pide alcohol de 96 grados. Es viernes y los mineros dedican este día a "chayar" a la Pachamama y al Tío. No tengo. Le ofrezco lo que me queda de un quintal de coca. Me habían avisado: si quieres que te cuenten su historia, dales alcohol o coca. Quispe lleva 38 años en la mina, desde los 20. Las gotas de sudor le resbalan por la espalda. Pide alcohol. Le doy coca. "Si no chayamos a la Pachamama tendremos problemas, se pone celosa y llegan los accidentes", me dice. Ya lo siento, pero si hay alcohol será en su casa donde lleguen los accidentes. Pero no hay tiempo para charlas. Vuelve a agacharse y continúa palpando trozos desprendidos de la pared. Los enfoca con la luz del casco. Busca estaño. "Hace tiempo que esto se secó, pero hay que comer", lamenta. Le quedan seis horas de trabajo. El tiempo no lo marcan las agujas del reloj, sino el vagón del mineral. Cada grupo debe sacar ocho toneladas. Si no, no comen.
Descendemos al tercer sector. Ahora por un tobogán de madera. Me astillo las manos y algo más. Miedo y asco. Empiezo a sudar. El bolígrafo se me resbala y el cuaderno cada vez tiene más polvo. Carlos Basilio tiene cinco hijos y el brazo de un herrero. En su otra vida, era artesano. De ahí el mote. "Sombrerito". "En la mina se gana más, aunque se envejece más rápido". De pie frente a la pared golpea su cincel. Con cada golpe una gemido. No sé si es la pared la que grita o la voz de sus hijos. "No les deseo la mina, pero si de mayores necesitan planta deberán ingresar", afirma "Sombrerito" de cara a la pared. De la pared caen de pronto unas piedras. No son muchas pero asustan. Decidimos irnos. Durante la trepada vuelven a caer rocas. Las esquivo, mi guía también, pero se le nota tenso. Ahora es una explosión. Salto. Sudo y gimo.
Salimos a fuera. Regresamos a la vida. Luz. Unos cincuenta hombres se preparan para entrar, otros borrachos discuten. Todos con su bolo de coca. Al fondo la ciudad sigue su ritmo. La tierra gime. Y el olor me desvela.

Thursday, July 20, 2006

Comandante, comandante


La ruta del Che no defrauda. Es una mina de historias, tópicos y personajes. Almuerzo con un médico cubano, Lázaro Izquierdo, en el mismo lugar en el que fusilaron al guerrillero Enresto Che Guevara. “Se trata de un sueño hecho realidad: trabajar para mi país desde este lugar”, señala el muy cubanote. Y conozco a una fotógrafa freelance francesa en La casa del telegrafista, posta en la que los mandos bolivianos recibieron la noticia de fusilar al Che y al Chino, miliciano con el que capturaron al utópico libertador. La posta se ha convertido ahora en un hostal, que Oda Lebras regenta, la fotógrafa. Llegó hace tres años para realizar un pedido de una agencia y decidió quedarse junto a su marido, otro fotógrafo, el señor Juan Legras. “Pueblo pequeño, infierno grande”, me confiesa con su tímido castellano. “Aquí todos son envidias. Se creen que ganamos dinero con este hostal, cuando no nos da ni para pagar a la empleada; pero nos gusta el silencio y, por eso, nos quedamos”, continúa. Pero tiene truco. Seis meses al año lo pasan viajando por el mundo realizando pedidos. Su marido está ahora en Buenos Aires, pronto partirán hacia Australia. No está mal.
Remonto en camión las cañadas por las que le cercó el ejército boliviano al Che. Ahora ya no son los uniformados los que me cercan, sino la niebla que inunda el valle. Avanza de loma en loma. El cielo rinde un tributo al Che. Todo está nublado.
Una señora de La Higuera, pueblecito en el que acabó la revolución, me asalta. “Yo tenía 20 años cuado el Che recorrió estas tierras. Todos teníamos mucho miedo. Todavía recuerdo el sonido del helicóptero que vino a recoger el cuerpo del Che. Mira a estas fotos”. Me cobra 50 bolivianos por el testimonio. Le fotografío y la espanto diciéndole que le pagaré más tarde, tal vez cuando asfalten la carretera que conecta este balcón de la historia con el mundo.

Hasta él he llegado en un micro por 12 bolivianos, que me ha dejado en Pucará, desde allí un camión de carga me ha ahorrado las dos horas de caminata. Por el camino la vista se pierda en el paisaje. Las colinas de los valles aparecen y reaparecen como olas. El chofer del micro resulta ser el propietario del “museo” del Che. “No quería que se perdieran las reliquias que los campesinos guardaban en sus casas”. Los de museo es un regalo. En realidad se trata de un trastero, con cuatro telarañas y entre ellas una silla, supuestamente en la que se sentó Ernestico. También cuenta con una cantimplora, munición, un fusil... Quedamos para hablar a la vuelta, quiere presentarme a gente.

En La Higuera permanezco tres horas. No da para más. Lo que me cuesta fotografiar el busto al heroico guerrillero y descubrir a mis personajes. Después corro a subirme en un camión para que me devuelva a Valle Grande. En la parte trasera me tiro, junto a un centenar de sacos de patatas y 20 campesinos. Uno me toca en el cogote. Quiere saber de dónde soy. Tiene los ojos negros cristalinos, tan cristalinos que uno ni se le mueve. “¿Chileno?”, me pregunta. “¿De Londres?” , vuelve a probar suerte. Hablamos durante las seis horas que dura el viaje. Cabalgamos por el valle. Saltamos en los baches como los sacos de patatas.
Ya en Valle Grande, quedo con el chofer. Me presenta a Lucinda Rico. “Almita del San Che, si quieres que vaya a visitarle, consígueme un día libre en el trabajo. Y todos los aniversarios consigo viajar a la Higuera”, me cuenta la señora mientras le enciende una vela a la imagen del luchador argentino.

“Todo esto es un cuento chino. Si no hubiera sido por el mito, hace años que La Higuera hubiera desaparecido. Nadie pensaba que la muerte de este idealista diera para tanto”, señala Eric Blösff. Ahora estoy en El Mirador, el restaurante que regenta este alemán de 60 años. Me invita a una Paceña bien fría. Ya es de noche y la cerveza cae como una cascada. Estoy en ayudas y empiezo a ver a Eric algo borroso, pero merece la pena. Ya veo el despiece del reportaje. Trabajaba en La Higuera cuando ejecutaron al Che. Recuerdo muy bien aquellos días. Ha sido protagonistas de infinidad de reportajes y hasta el propio Che se hospedó en la cabaña que tiene en el campo. Ahora su restaurante de aires europeo se ha convertido en un paso obligado. Es en un testigo privilegiado de todo aquellos días.
Allí se apaga el día. Vuelvo hacia mi hostal en diálogo con mi estómago, el cuaderno lleno de historias y la ropa humeando polvo. Entonces oigo la voz. “Comandante, co-man-dan-te...”. Me rasco la perilla. Maldita cerveza.

Wednesday, July 19, 2006

La vida que gira, que gira

Viajo en una lavadora. Pasar dos días en un mismo lugar, un lujo y también una tortura, en función del hostal, no me atrevo a hablar de hoteles. El tambor gira y gira. Los kilómetros pasan, también las horas. Un nuevo lugar, una realidad nueva, una etnia distinta, otro mundo. Altura, frío, Chaco, selva, desierto, sierra. Los Andes. Y vuelve a girar el tambor y allá vamos. Todo se mueve. Esta vez viajo en Land Rover, la próxima en la parte trasera de un camión, en el pasillo de un bus-patera y otra vez al jeep. Ahora como un chicharrón, luego un cabrito. Masco coca. Churrasco. Gira el tambor. Lo últimos guaraníes, los aymaras de Mecapaca, los campesinos del altiplano, un taxista japonés. Me roban el móvil. Vuleve a girar el tambor. Foto con la boa. La Higuera y el Che. Como con un médico cubano. Le pongo una vela al guerrillero heroico. Gira el tambor. La Paz, 3.500 metros. Santa Cruz, 600. Y acabo mi primer cuaderno. Todo historias, datos, contactos. Empiezo el segundo en Muyapampa. Masco chicle. La noche. Cena en Il Gato. Duermo en colchón de paja, espuma o sofá cama. Dos escobillas adornar el descansillo. Y a girar. Un borracho me da la noche, también a J.B. No puede orinar. No me extraña. El estómago se rebela y revela. Y todo gira y gira. Bolivia marea y engancha. Y aquí me quedo.

Los últimos guaraníes del Chaco

Sucre hierve. La llegada de los 255 asambleístas el próximo 2 de agosto ha hecho que la ciudad trabaje a destajo para recuperar su mejora cara, la colonial. A ella llego de noche con la retina todavía perforada por el cielo del Chaco. No caben más estrellas en su cielo, como tampoco más contrastes. En tan sólo 20 kilómetros los poblados guaraníes que lo habitan cambian por completo. En uno los rostros son esqueléticamente guarayos, en otros quechuas, aymaras, vallunos. A todos les une la antena satelital de Entel. En sus casas no habrá agua potable, ni paredes de ladrillo o teja colonial, pero el teléfono no falta. Cosas de occidente. Algunas de estas comunidades parten de cero. Hasta ahora eran pueblos olvidados. No existían. Eran tan sólo herramientas de trabajo, igual que los tractores o mulas de los terratenientes. Formaban parte del valor de los terrenos. "Éramos peor que esclavos, no podíamos tener ni perro", señala Rolando Romero, esclavo del siglo XXI hasta hace tan sólo seis años. Su error fue nacer en el Chaco. Los terratenientes tenían derecho sobre los habitantes de sus tierras. Eran la mano de obra barata y maleable con la que cosechaban maíz. Ahora han despertado. Reviven. "Somos libres, dueños de nosotros y de nuestras casa", sonríe Rolando. Y con esta libertad han experimentado los problemas de la libertad. No saben cómo vender, cómo organizarse, cómo trabajar la tierra. "Antes cosechábamos maíz todo el año, puro maíz día y noche". Su maíz es de poca calidad. Sus beneficios nulos. Sus nuevas semillas peores. Y la rueda sigue hasta condenarlos a la subsistencia. Pero son libres. Han llegado al mundo en el siglo XXI. No hay tiempo de aprender. El mundo gira rápido y el mercado manda. El nuevo giro político del país les ha devuelto la autoestima. Son los protagonistas. Guaraní ha dejado de ser sinónimo de atrasado. Ahora es riqueza. Un curriculum escolar les respalda. Las Organizaciones Territoriales de Base (OTB) les dan armazón jurídica. Pero ellos no saben. Las ONG son las que conseguirán que adquieran el ritmo perdido. En eso está Zabalketa, desde Getxo. Un proyecto integral atiende la situación de su educación, viviendas, salud, productividad y liderazgo. "Ahora sabemos que nos corresponden derechos, que la tierra hay que cuidarla y hasta hemos aprendido a firmar". Orlando sonríe y entre sus dientes se refleja su pasado. Su abuelo y su padre nacieron esclavos en el Chaco Boliviano. Su primer hijo ya no lo es. Son los últimos guaraníes.

Thursday, July 13, 2006

En tierras del Che



Continúo con mi ruta. Si el fin de semana lo pasé en el Chaco, durante el lunes y el martes visité las misiones jesuíticas en Chiquitos, escenario de la película de La Misión. Ahora ya llevo una noche en Valle Grande la puerta por la que Ernesto Che Guevara quería introducir su revolución. Sin embargo, se equivocó. Y más que de entrada fue de salida, pues aquí fue capturado, asesinado y plantado en una fosa común. Su huella ha dado un fruto mundial como estandarte de la revolución. Mañana recorreré la Ruta del Che. Ayer hablé con el alcalde de Valle Grande y dentro de poco he quedado con la profesora que embalsamó el cuerpo del guerrillero heroio. Julia Cortés. Seguro que no tiene desperdicio alguno.
Por la noche he estado atento, pero no he oío nada. Y es que existe la leyenda de que por la madrugada, con el sol ya ocultado, una voz rompe la calma de los Valles cruceños y grita... "Comandante, comandante". Yo tan sólo he escuchado un gallo. Y casi a un palmo de mi oreja.
Hoy acabo de participar en una rueda de prensa con la ONG que me ha facilitado seguir las huellas de la cooperación vasca en Bolivia, la ONG Zabalketa. Ha sido simpatico. Entre el director de la ONG y la contraparte, estaba yo para contarles mis "percepciones". La foto ya la colgaré. Parecía alguien.
Eso sí, el proyecto que Zabalketa desarrolla por aquí es ejemplar. 300 familias beneficiarias de 110 estanques de agua, capacitaciones para el manejo de recursos naturales y un espacio nuevo en el principal mercado de la zona. Todo esto con una contraparte, socio local, que lleva 25 años sembrando agua, casi na´. Pero bueno ya lo leeréis en papel impreso a mi vuelta.
Pendiente queda algún comentario del viaje a Chiquitos y la entrevista con un líder indígena que luchó por la propiedad de las tierras de este rincón de la selva y lo que le costó casi la vida al tener a los principales terratenientes detrás de él. Otro gran tipo. Ahora es el alcalde de Asunción. Algo está cambiando en Bolivia. Será que despierta.
También entrevisté antes de ayer a un antropólogo alemán. Jörgens Riester, más conocido como Jorge o "Nariz de abuela". 28 años estudiando a las comunidades guaraníes del Chaco. Ahora roza los 50, pero sigue con esos aires de antropóligo chiflado. Barba y melana. "El pueblo guaraní prepara una gran fumada. Ha entrado el mal en el pueblo. Los chamanes deben decidir cómo lo echan: realiando un sacrificio humano, como hace ocho años, o desterrando al culpable". Continuará.

Sunday, July 09, 2006

Fin de semana entre el sol y la arena


Fin de semana en el Chaco Boliviano. Dos días rodeado de vegetación tropical en uno de las zonas más desérticas del país. Seis horas de coche por carreteras de arena con las misma vegetación. Un viaje como en un cine Imax. Por el camino nos cruzamos con tres zorros, un gaseoducto, niños a caballo, en bicicleta, caminando... Así hasta llegar al la Brecha en Izozog, una comunidad guaraní que ha conseguido defender sus 100 kilómetros cuadrados de tierras durante toda su historia. Conduce Elio Egués, una carai, hombre blanco, con sangre guaraní. Allí conozca a una de las mayores comunidades indígenas del país. En medio del desierto todo el mundo conviven en familia. Las casa no tiene puertas, tampoco ventanas. Apenas llega el agua a las viviendas y la luz hace tiempo que tiró la toalla. Egués vive en La Brecha hace un año colocó una placa solar con la que consiguió alimentar las bombillas de su casa. Ahora a última hora del día se reúne con sus hijos y termina la tarea. Su hija mayor ha conseguido escapar del desierto. Estudia Biología en Santa Cruz. Trabaja en un supermercado con el que se paga sus clases de computación. Nunca ha visto un ordenador. En Izozog la gran Red se resiste. A penas hay comercio. En una casa de madera y adobe cuelga un letrero: teléfono. Y así es una tele blanco junto a una antena de dos metros abre una ventana al espacio. Desde allí llama la gente al médico, a sus hijos o al trabajo. La policía nunca entra. Se arreglan con los capitanes grandes. Uno por comunidad. El último juicio fue por el asesinato de un hombre. Al brujo del pueblo se le ocurrió decirle al hijo de una señora que se acaba de morir que la causa de la enfermedad la tuvo un vecino. El hijo no lo dudó. Cogió su cuchillo y lo mató. Con los guaraníes no se juega. Esta ha sido mi primera toma de contacto. La semana que viene viajaré a Muyapamapa a conocer los últimos guaraníes. Allí no habrá carais. Puro guaraní. Intentaré que el brujo no sepa que he llegado.

Cocodrilo Dandi en el Chaco Boliviano


Cocodrilo Dandi ha vuelto y amenaza con quedarse. En uno de sus viajes por el Chaco Boliviano, entre el primer gaseoducto y el poblado La Brecha, realizó su primera hazaña. Se enfrentó a una boa. La esquivó. Se agachó. Reptó. Y golpeó de un modo frío y preciso. Zas. Allí se quedó ella. Era de ojos verdes. Dos metros. Refordeta. Pero no sabía con quién se metía. La verdad es que sirvió para estirar las piernas. Llevaba cinco horas en un jeep y todavía quedaban otras dos. Cinco horas de botes, arena y sol. La foto mereció la pena. El cuchillo por si a acaso el palazo que le dio el guaraní de turno no lo había acabado. Continuará.
(Si pulsas sobre la foto se amplía y con ella crece la boa)

"Le atropellé por las rodillas: era su vida o la mía"


Últimas horas en La Paz. Abandonó la bombona de oxígeno. Pablo Ares me lleva al aeropuerto de el Alto en su taxi. A 4.500 metros le pidió sacar unas fotos en un mirado espontáneo al revuelto de casa, edificios, chavolas y cerros que conforman la capital política de Bolivia.
-¿No te irás?- Le preguntó al taxista cuando abro la puerta para bajarme. El sonría. Me asegura que es “de fiar”. Tras las fotos comenzamos a hablar de la situación de los taxistas en una de las ciudades más inseguras de Bolivia. “Aquí somos un blanco fácil para los maleantes y rateros”. Pablo tiene 31 años, está soltero y vive con su madre. “Está enferma, sino ya estaría casado y tendría un niño de 10 años”, asegura. En torno al cuello luce una cicatriz. “Intentaron ahorcarme. Eran dos changos. Se montaron en El Alto y en una calle estrecha me enroscaron una cuerda fina en el cuello. Querían ahorcarme, pero soy bueno en las peleas. Solté el volante y empecé a golpear. Me daba igual donde pegaba. Al final corrieron. A uno le seguí y le atropellé. Era su vida o la mía”. A Pablo no le tiembla el pulso. Asegura no estar preparado para la responsabilidad de ser padre, pero por sus ruedas ha pasado ya mucho mundo. Busco entre mis monedas a ver si tengo para propina. No quiero que me siga por el aeropuerto. Silencio. “Le pase por las piernas. No sé si seguirá vivo. El otro escapó. Todos los días desaparecen tres taxistas en La Paz, somos un blanco demasiado fácil. Me agarro al volante como a la vida”.

El Nepal de las Américas

Carretera a Perú en las cunetas descansan todavía las piedras con las que colapasaron la ciudad los seguidores de Evo hace ya medio año. Una única vía conecta Bolivia con el mar. Se trata de la que mira a Perú, al Lago Titicaca. Por allí el país se alarga hasta el Pacífico. Tomo esa carretera hacia Mecapaca, una región andina, en torno a la cordillera La Real, en la que los relojes se encienden una vez al mes cuando llega un camión para llevar sus productos al mercado. Mientras tanto el pueblo retrocede al medievo. Las mujeres a penas saben leer y escribir. El aymara es lo único que se oye. Los 6.000 de los Andes los rodean, le protegen y le aislan. Es el Nepal de las Américas. Las lluvias del verano empapan las tierras. Se cultiva cada seis meses. Los otros seis se pasa hambre. La pata alavesa tiene en estas campas su segunda casa. También el gorgojo de los Andes que diezma las cosechas.
Conozco a Zenobio Huanka y a su mujer Virginia. Una ONG les ha instalado junto a su casa una “carpa solar”. Ahora sus cosechas duran todo el año. Ya no pasan hambre. Además Virginia ha participado en las capacitaciones para mejorar el trabajo de la tierra . Le ha devuelto a la vida en una sociedad, la aymara, en la que la mujer está excluida de las tomas de decisión. También ha vuelto a la vida Maruja Justina Tola. Y no sólo eso, sino que el invernadero lleva su nombre. Orgullosa descorcha una botella de Cuba Cola. El primer chorro lo tira al suelo "para la Pacha mama". Por el camino conozco a Mario un pequeño aymara. Consigo que me diga su nombre. También con qué frecuencia se ducha. “Los domingos, no más”. A esta comunidad una ONG también ha llevado agua a través de tuberías. Tanto Zonobio como Virginia y Maruja se han ahorrado las cinco horas que antes invertían en ir a recoger agua al río para regar y cocinar. “Nos levantábamos a las tres de la mañana. Caminábamos. Regábamos. Trabajábamos y comíamos”. Una sola comida fuerte al día. Generalmente por la noche. El reloj sigue parado en algunas zonas. Es el reto de la comunidad indígena: atraer miradas. La mujer ahora las ha conseguido.

Tuesday, July 04, 2006

Rompe el silencio



La Paz teine voz propia. Sus paredes gritan. Unas veces a favor de la revolución en forma de murales otras con grafittis incendiarios. Y entre pared y pared su verdera cara. Aquí los contrastes más extremos conviven con una naturalidad inhumana. Junto a los grandes edificios de cristal niños lustra botas se pelean por los clientes de corbata, mientras las indias emigradas de la sierra venden frutas frescas con sus ponchos de colores, polleras de mil capas y un gracioso y absurdo sombrero de bombín en la cabeza. A lo lejos se ven las laderas de los cerros repletos de chavolas de ladrillo. Son como esqueletos. En plena ciudad también se ven estas casas a medio acabar. Así no pagan impuestos. El puente de las Américas conecta un tramo de la ciudad con otro. Abajo los niños aprovechan las aguas vedorsas de otro axfisiado río para lavarse. Arriba las micro, taxis y furgonetas cantan sus destinos para atraer viajeros. Mientras tanto, uno pasea jadeante. El sol quema. La sombra hiela. Esta ciudad nescesita ser rumiada.

La Paz ahoga


Aterricé en el aeropuerto del Alto a 4.500 metros el pasado viernes. La ciudad me recibió ahogandome. La altura no es un mito, exite y ahoga. A medida que bajaba las escaleras del avión mi respiración era más profunda como un móvil en busca de cobertura. Recuperé la maleta en la cinta giratoria, entre los petates de los montañeros que viajan en busca de seismiles esta esquina del planeta. El hecho de agacharme y reincorporarme me produjo un gran jadeo. A 4.500 todo se hace cuesta arriba. Afuera del aeropuerto todo era oscuridad. Un gran número de personas esperaba a sus familiares. No era mi caso. Continúe arrastrando mi maleta hasta la puerta de un taxista. Felix Iugra. Gran tipo.
Y comenzó el descenso hasta los 4.000 de La Paz. Para ahorara combustible el taxista descendió en punto muerto. Eran las 11 de la noche y la ciudad dormía a cero grados y con un viento seco mortal. Ahora todo era cuesta abajo. Un gran lago de luces dibujaba a La Paz entre altos cerros.
Mis oidos seguía entaponados. El jadeo no cesaba. Y la cabeza flotaba. Era como llegar a Luna.
Iugra me dejó en la sede de la ONG en la que me he hospedado estos días. Cinco mantas, un edredón y dos camisetas lograron que me levantará en la misma posición que me acosté. Eran mis primeras horasen La Paz y mi cuerpo experimetaba de todo, menos eso: paz.